La vivienda social ha sido, históricamente, una de las grandes banderas de los gobiernos que buscan garantizar un techo digno para la población. Sin embargo, la manera en que se conciben, diseñan y construyen estas viviendas sigue anclada en prácticas obsoletas que limitan su calidad y frenan el desarrollo industrial del país. El ejemplo más claro está en las ventanas: un elemento vital para la habitabilidad, pero tratado como accesorio de bajo valor.

Aún hoy, muchos desarrollos de vivienda social incorporan líneas de ventanas que fueron diseñadas hace más de 60 años. Son modelos básicos, sin innovación, que no responden a las necesidades actuales de confort ni a los desafíos ambientales que enfrentamos. Su permanencia no es casual: responde a un círculo vicioso donde la política de costos mínimos termina sacrificando calidad, eficiencia y desarrollo productivo.
Estas ventanas, que todavía se fabrican con vidrios simples de 3 o 4 milímetros, carecen de cualquier tratamiento de seguridad o control solar. En climas extremos, su desempeño es prácticamente nulo: no aíslan el calor en verano ni retienen la temperatura en invierno, obligando a las familias a gastar más en energía. Tampoco bloquean el ruido exterior, lo que afecta directamente la calidad de vida de los habitantes.
El resultado es un doble impacto negativo. Por un lado, el consumidor recibe una vivienda deficiente, con altos costos de mantenimiento y un bajo nivel de confort. Por otro, la industria nacional queda atada a producir bienes de bajo valor agregado, sin poder transitar hacia tecnologías más avanzadas ni competir en un mercado que exige innovación constante. Esta situación se agrava con la creciente entrada de productos importados, en particular los de origen chino. Ventanas prefabricadas, con vidrio incluido y hechas a la medida, se ofrecen en el mercado a precios altamente competitivos. Al no existir una política que impulse la transición tecnológica en el sector local, los talleres nacionales se ven desplazados, trabajando apenas para sobrevivir, sin posibilidad de crecer ni generar empleo de calidad.
Mantener una industria rezagada condena al país a la dependencia tecnológica. Mientras en otras naciones se promueven series de aluminio y PVC más estancas y eficientes, vidrios de control solar, de seguridad laminados o de alto desempeño térmico, aquí seguimos atados a un producto que pertenece al siglo pasado. No se trata de un lujo, sino de una necesidad básica en un mundo cada vez más afectado por el cambio climático.
La paradoja es que la propia industria del vidrio y el aluminio, con capacidad instalada y talento humano, podría atender la demanda de productos de mayor valor agregado. Sin embargo, la persistencia de las líneas antiguas y la falta de incentivos para innovar y la facilidad de instruir productos importados de baja calidad bloquean cualquier oportunidad de modernización. Así, el sector se ve reducido a un papel de proveedor de bajo costo, sin margen de inversión en investigación ni desarrollo.
La responsabilidad recae en gran medida en las políticas de vivienda. Al priorizar la cantidad de unidades sobre la calidad de la construcción, los programas sociales terminan reproduciendo un modelo de pobreza energética. Una ventana deficiente puede parecer un detalle menor, pero su impacto se mide en facturas de electricidad más altas, en entornos ruidosos, en inseguridad ante tormentas o accidentes.
El costo social de estas decisiones es enorme; familias de bajos ingresos, que deberían ser las principales beneficiarias de un programa de vivienda, terminan atrapadas en hogares que no protegen ni confortan. Y al mismo tiempo, el Estado desperdicia la oportunidad de fortalecer una cadena productiva capaz de generar empleos, innovación y competitividad frente al mercado global.
La solución existe y no es inalcanzable.
Se requiere una política integral de vivienda que establezca estándares mínimos de desempeño para puertas y ventanas. Incorporar criterios de aislamiento térmico, acústico, de seguridad y la incorporación de sistemas pasivos de protección solar que no encarecerán de manera desproporcionada las construcciones, pero sí elevarán su valor social y ambiental.
Asimismo, urge incentivar a los fabricantes nacionales para modernizar sus procesos. Capacitación, acceso a financiamiento y estímulos fiscales podrían abrir la puerta a la transición tecnológica que tanto necesita el sector poniendo barreras normativas a la importación de ventanas fabricadas y sistemas que alimenten una oferta obsoleta. La industria local tiene el potencial; lo que falta es voluntad política y visión de largo plazo no solo de parte del gobierno sino también de la proveeduria nacional.
Apostar por la modernización es apostar por un futuro en el que la vivienda social sea verdaderamente digna y la industria nacional tenga un lugar de liderazgo. Ya es tiempo que la vivienda social sea una inversión real y no un gasto permanente para aquellos que menos tienen.